Han pasado tres décadas desde que en 1994 se reformó la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), transformándola en el tribunal constitucional que conocemos hasta hoy. La reforma redujo el número de ministros de 26 a 11, les otorgó una duración fija de 15 años y colocó a la Corte como árbitro central de la constitucionalidad y garante de derechos. Aquella decisión del sexenio de Ernesto Zedillo marcó un parteaguas en la vida democrática de México.
Hoy, 30 años después, ese ciclo se cierra. El país está ante una nueva etapa donde el modelo que dio estabilidad y equilibrio entre poderes parece llegar a su fin. El gobierno federal ha impulsado un cambio profundo que plantea la elección popular de jueces y magistrados, la desaparición de órganos autónomos y la reconfiguración del Poder Judicial.
¿Qué significa para la democracia?
El cierre de este ciclo no es un hecho menor. Durante tres décadas, la SCJN operó como contrapeso frente al poder presidencial y como espacio de protección de derechos fundamentales. Fue ahí donde se resolvieron temas clave: el matrimonio igualitario, la interrupción del embarazo, la libertad de expresión frente a leyes mordaza, y los límites a la militarización de la seguridad pública.
Quitar a la Corte de esa función de árbitro independiente significa modificar uno de los pilares de la transición democrática mexicana. En términos políticos, este cierre es interpretado por muchos como un regreso a la lógica del poder concentrado. En términos históricos, es un cambio de rumbo que pone en riesgo la división de poderes que se había consolidado con dificultad desde mediados de los años noventa.
El legado de la Corte de los últimos 30 años
El legado es complejo. Por un lado, la SCJN se convirtió en un referente en materia de derechos humanos y autonomía judicial. Sus sentencias marcaron la vida pública y generaron nuevos estándares democráticos. En muchos momentos, la Corte fue incómoda para gobiernos de distintos signos políticos porque limitó abusos o frenó reformas que vulneraban la Constitución.
Sin embargo, también hubo claroscuros. La Corte de estos 30 años fue criticada por su lento acceso a la justicia, por su lejanía frente a la ciudadanía y por la falta de transparencia en algunos de sus procesos. Hubo resoluciones que dejaron la impresión de un tribunal alineado con intereses políticos, sobre todo en temas de alto impacto económico o electoral.
Con todo y sus fallas, el modelo de 1994 dio a México un espacio de arbitraje jurídico que, al menos en los papeles, equilibraba el sistema de poderes. Su desaparición o transformación radical abre un periodo de incertidumbre: ¿quién limitará al poder político? ¿cómo se garantizará la protección de derechos frente a mayorías coyunturales?
La democracia mexicana, que se había sostenido en un entramado de contrapesos, enfrenta ahora la prueba de reinventarse. Lo que está en juego no es solo la integración de un tribunal, sino la capacidad del Estado mexicano de garantizar justicia independiente y efectiva.
Treinta años después, el balance de la Suprema Corte es el de un órgano que marcó el inicio de una cultura constitucional en México. Con aciertos y errores, construyó precedentes, abrió debates y frenó excesos. Su ciclo se cierra en medio de una disputa política intensa, donde la independencia judicial parece ceder terreno frente a la lógica de la concentración del poder.
El tiempo dirá si lo que inicia ahora será una etapa de mayor democratización o un retroceso en la construcción de un sistema de justicia imparcial. Lo cierto es que la SCJN de los últimos 30 años quedará como símbolo de la transición democrática mexicana y su cierre, como un parteaguas que definirá el rumbo del país en las próximas décadas.